lunes, 22 de julio de 2019

UNA COLONIA CON SABOR A BARRIO


Fue durante los años 50’s cuando se empezaron a vender los lotes y las primeras casas de la colonia Independencia, en el extremo norte de la Calzada del mismo nombre, donde se asentaban las ultimas casas del barrio de El Retiro y de los Sectores Libertad e Hidalgo. Sus calles empedradas y llenas de agujeros y baches insinuaban que eran los límites de una ciudad que en esos años crecía hacia la Barranca de manera lenta pero constante.

Esa zona tenía fama de malos olores, provocados por las aguas negras que el rio de San Juan de Dios -antes de que lo entubaran- llevaba hacia el rio Santiago al fondo mismo de la Barranca de Huentitán, cuyas inundaciones provocadas por las intensas lluvias de verano permitían a los terrenos de cultivo aledaños conservar durante varios meses al año un ambiente semi lacustre, ideal para sembradíos de hortalizas de varios tipos de tubérculos, entre las que destacaban las jícamas.

Contrastaban en ese entorno, las calles del nuevo fraccionamiento, recién pavimentadas, con sus banquetas y calles perfectamente alineadas, con sus nuevos parques y jardines entreverados con andadores peatonales transversales a las calles que limitaban su continuidad y definían una cantidad importante de vialidades tranquilizadas con retornos en sus extremos.

Ese moderno ambiente, cuyo esquema urbanístico -llamado “ciudad-jardín”- lleno de áreas verdes y andadores- fue mi hogar y patio de juegos durante gran parte de mi infancia y adolescencia. La calle donde estaba mi casa era una privada que remataba hacia un gran andador y un parque lineal, con muchos árboles en su entorno, cuyos desniveles topográficos zonificaban las plazoletas colocadas frente a las fuentes que se adosaban a los muros de contención. Era el entorno ideal para jugar de cualquier chiquillo de mi edad.

Acudía por las mañanas a una cercana escuela primaria, y ansiaba diario que llegara la hora de salida y regresar a casa, cambiarme de ropa para no estropear mi uniforme escolar, comer, hacer mis deberes escolares para luego salir a jugar el resto de la tarde con mis amigos, casi todos ellos vecinos de mi cuadra.

Eran unas tardes de ensueño, donde lo más entretenido era jugar “cascaritas” de futbol en plena calle, que generalmente acababan con la compra de refrescos o paletas de hielo, pagadas por los perdedores. Otras veces, se pactaban partidos contra los integrantes del equipo de la otra calle, para lo cual usábamos una de las áreas verdes del parque lineal, que a nosotros nos parecía como jugar en el recientemente inaugurado Estadio Jalisco.

Algunas veces, por variar de deporte, con una simple soga amarrada entre las ramas de los árboles y con un ladrillo de barro rojo usado a manera de delineador, convertía nuestra calle en una cancha de volley ball. A medida que fuimos creciendo, algunas chicas de la cuadra se incorporaban a nuestros juegos. Y más cuando con el paso de los años, las odiadas niñas que siempre “estropeaban todo”, se convertían en lindas muchachitas que empezaban a hacernos sentir los primeros ensueños de noviazgos precoces.

También con las niñas o muchachitas jugábamos a “brincar la cuerda” con la misma soga que servía de red del volley ball, que dos muchachos hacían girar para saltarla a ritmos acompasados y que a medida que aceleraban su giro convertían en un castigo el brincarla a alta velocidad, a lo que llamábamos “darle mole”.

Ya cansados de tanto deporte, y cuando el sol ya estaba más allá del ocaso, nos sentábamos al filo de la banqueta para platicar, contar chistes, adivinanzas o historias de miedo o hasta para cantar. Recuerdo cuando ya siendo un adolescente, aprendí a tocar guitarra, y en esas tertulias cantaba las canciones de moda dedicadas a la chica que me hacía suspirar… Como aquella de Enrique Guzmán que decía: “Un ángel busco yo, con alma cándida, que me indique mi camino…”

En algunas otras tardes jugábamos a “los encantados” que consistía en correr para alcanzar a alguien y transmitirle el “encanto” que los dejaría convertidos en estatua de sal, mientras no llegara algún otro compañero a desencantarlo o hasta “congelarlos” a todos. Durante el juego, había un sitio predeterminado, que generalmente era algún árbol, que fungía como refugio donde no podían pasarte “el encanto”. Era comiquísimo después de la lluvia, sacudir las ramas del árbol para empapar de agua a los incautos inocentes que se refugiaban en él.

Otro juego que se ponía de moda en ciertas temporadas era “el Tacón”: para poder jugar este juego era necesario hacer cosas que actualmente casi ningún niño hace, una de ellas era salir de casa rondar por todos los terrenos baldíos para buscar hasta encontrar un zapato viejo que tuviera un tacón grande; había que desprenderlo del zapato y luego lavarlo muy bien. Ocasionalmente algún papá o algún tío tenían zapatos viejos por ahí y sin dar ninguna clase de aviso, le sacabas un zapato y hacías la misma operación que si te lo hubieras encontrado. Ya con tu tacón podías jugar.

Lo primero era hacer un círculo en la tierra, de aproximadamente dos metros de diámetro, esto lo definían los jugadores. Una vez realizado el circulo colocabas unas monedas cuya cantidad se acordaba previamente. Ya en el centro las monedas, tirabas con el tacón hasta sacarlas del circulo; la moneda que sacaras era tuya. En su mero apogeo de la temporada de este juego, era chistoso vernos a todos con los zapatos sin tacones.

El juego del Shangai -o también conocido como Changalai-, era uno de los juegos más populares entre niños y muchachos. Se necesitaban dos palos, uno de unos quince centímetros de largo, con los extremos afilados en punta, al que había que golpear con otro palo más largo. La forma de jugar era colocar el palo más corto acostado en el suelo, con una punta elevada apoyándose en cualquier objeto para luego, golpear a este en ese extremo haciéndolo elevar un tanto y tratando de golpearlo en el aire, lanzándola lo más lejos posible. Se repetían sucesivos golpes y el jugador marcaba la posición que había alcanzado o bien la medía con el palo largo, pasando el turno al siguiente jugador. Ganaba el juego el que conseguía llegar más lejos, pudiendo imponer al perdedor que le llevara a cuestas a la distancia que se determinara de antemano, o cualquier otro castigo pactado o algunas monedas para comprar alguna golosina.
Cuando había ocasiones que no se juntaban los compañeros de juego, entonces de manera solitaria o quizás con algún acompañante, daba rienda suelta a mi espíritu aventurero y solía irme de explorador o de cacería con la resortera o simplemente a atrapar animalillos como mariposas, insectos de diversa índole o según la época del año buscaba atrapar pájaros, peces, ranas y ajolotes en los arroyos que en esa época aun existían. Era evidente que a mi madre no le hacían mucha gracia que llevara a casa los ejemplares producto de mis cacerías.

Cada año se imponían las modas de temporada de diferentes juegos que eran los tradicionales y viejos “clásicos”: unas ocasiones era “el yo-yo”, otras “el balero”, o sino “el trompo”, pero definitivamente mi juego preferido era el de “las canicas”. Estos 4 entretenimientos tradicionales, tienen tanta variedad en sus formas de jugarlos que por eso nunca aburrían; siempre cada año, sin que nadie supiera por qué o por quien, de repente todos traían el que debería ser el juego de esa temporada en lo particular. Y esto se extendía a los patios de juego de las escuelas y en todo lugar donde se juntaba un grupo de chiquillos.

Lo mismo sucedía con la recolección y canje de estampas para llenar determinados álbumes. Estas imágenes impresas en estampas contenidas en sobrecitos se adquirían comprándolos en las ´tiendas de misceláneos” y otras veces a través de algunos productos de alimentos “chatarra”, o pastelillos y galletas. Era divertido y muy entretenido salir a canjearlos con todos aquellos compañeros de escuela o vecinos y amigos que generalmente coincidían en esa afición.

También el andar en bicicleta, o en patines de ruedas eran actividades constantes e infaltables. Salir a pasear a bordo de ellos a través de los andadores o las calles de la colonia aun ausentes del tráfico vehicular actual, era un verdadero gozo, pues se disfrutaba mucho desde lo más simple que era sentir el aire o las gotas de lluvia golpeando tu rostro, o tratar de hacer suertes mediante algunas piruetas para lucir tu destreza o jugar carreritas tratando ser el más veloz de todos.

Finalmente, de todas esas actividades, solo quedan ahora lo melancólicos recuerdos que reviven al visitar las mismas calles y lugares que servían de campos de juego. Es un poco triste saber que ya muy pocos de esos viejos compañeros siguen viviendo en sus mismas casas, la mayoría crecieron y se fueron a vivir a otros sitios, a otras ciudades o quizás a otros países. Lo más penoso es enterarnos que se han ido para siempre al lugar sin retorno. Lo hermoso es encontrarlos de nuevo para abrazarlos con mucho cariño y alegría, para luego preguntar por los demás camaradas y tratar de averiguar lo que ha sido de ellos. Se evocan bellos momentos y afloran sentimientos de nostalgia.

Ya esos lugares no están iguales. Las casas son las mismas, pero ya lucen más viejas o quizás a pesar de su edad, lucen renovadas por los trabajos de remodelación de los nuevos propietarios. Los árboles que entonces eran pequeños hoy lucen enormes e imponentes. Y tampoco se ven grupos de infantes o jóvenes en esas calles. Las familias crecieron y aquellos pequeñines dejaron de serlo. Por eso no hay que dejar que estos juegos y estos vividos momentos mueran en el olvido. Hay que evocar su recuerdo para que sigan viviendo en nuestros corazones. Como dice una de las frases que menciona algún personaje de la película COCO: “SOLO MUERE LO QUE SE OLVIDA”.

LA MUSICA COMO TRADICION EN MI FAMILIA


Mi abuelo Andrés, originario de la Hacienda de San Andrés, municipio de Magdalena -colindante al de Tequila- en el estado de Jalisco, era un hombre que nació con el siglo, pero no con tranvía y vino tinto como dice la canción, sino con mulas y tequila blanco. Corrían los primeros años del 1900. Su extracción campesina contrastaba con su oficio de filarmónico, que como tradición familiar le fue heredado de su padre quien le enseño a tocar el violonchelo que era el instrumento con el cual, junto con algunos primos y hermanos, tocaba interpretando valses, polkas y otras melodías de aquella época, amenizando tertulias, fiestas y otras reuniones sociales.

En esa época en el medio rural, poca oportunidad había de estudiar algún oficio, mucho menos alguna profesión; no había escuelas a excepción de las que las iglesias fomentaban, por lo que los padres tenían que convertirse también en instructores de sus hijos para enseñarles alguna forma de ganarse la vida.

Fue entonces, al inicio de los años 30, cuando mi padre Manuel, el primogénito de Andrés, tenía apenas 8 años  y -ante la falta de escuelas que escaseaban debido a la guerra cristera- repitió la tradición familiar de aprender el oficio de músico y a esa temprana edad empezó a acompañar a mi abuelo a las “tocadas” que le contrataban. Obviamente por su corta edad y gran talento, era un curioso atractivo para los que lo veían y escuchaban tocando el violín, que adoptó como su instrumento. Gracias a esa atracción se fue desarrollando en mi padre un enorme carisma y un gran gusto por la música que provocó a que el cura del pueblo de Magdalena -donde ya vivían- de apellido Cornejo, sugiriera a mi abuelo que emigrara a la ciudad de Guadalajara, a escasos 80 kilómetros de distancia, para que pusiera a Manuel a estudiar violín con algún maestro de música, pues ya había asimilado todas las enseñanzas que mi abuelo y el pueblo podían brindarle. Le hizo ver también ante la falta de otras oportunidades, trabajar en la música facilitaba a que las bebidas alcohólicas -tan prolíficas en ese ambiente-, echaban a perder a más de algún talento musical. Mi padre ya era todo un adolescente que cautivaba con su música y obviamente su futuro no era muy claro en ese entorno.

Corrían los años 30’s y la familia de mi padre crecía de conformidad a las costumbres de antaño pues se iba acrecentando con un hijo más cada 2 años en promedio, por lo que ya para entonces eran 6 los hijos de Andrés. En esas fechas sucedió que mi abuelo decidió emigrar con toda su familia obedeciendo al consejo del señor cura Cornejo y contando además con su apoyo pues mediante su recomendación hacia otro párroco de nombre Román Romo en el barrio de Santa Teresita en Guadalajara, fue entonces que cambiaron su pueblo para radicar en la capital del estado.

Iniciaron rentando una casa en el mero corazón del barrio, a 3 calles de distancia de la parroquia que aún era un templo pequeño. Sin embargo, el cambio de residencia les cayó como anillo al dedo. Los otros hijos de Andrés, que seguían a Manuel en edad, aprendieron -enseñados por mi abuelo- también a tocar otros instrumentos: Rafael, el contrabajo, Gabriel, el acordeón, y mientras agarraban las suficientes habilidades musicales, mi padre y mi abuelo empezaron a trabajar tocando en las orquestas tapatías de aquella época. Mi padre además inicio sus estudios más profundos de violín con un reconocido maestro llamado José Trinidad Tovar.

El ambiente en el barrio y en la familia de mi abuelo se engranaron. La jovialidad y alegría que caracterizaban a mi padre eran el principal incentivo para que sus padres y hermanos encontraran acogida entre los vecinos del barrio de Santa Teresita y demás asiduos asistentes de la parroquia. Hicieron una linda amistad con el señor cura Romo, así como con las principales familias que ya radicaban ahí: los Altamirano, dueños de la tienda de abarrotes más grande del lugar; del fotógrafo Liberato Pérez -y su mujer Carmen- quien tenía su  estudio frente a la parroquia; a un lado encontrabas a Elías Orozco y su peluquería anexa a su casa donde vivía con sus hermanas y padres; la familia Cárdenas y su panadería; Tampoco se eximieron las amistades con los personajes más cercanos al curato: el organista de la parroquia Lorenzo Ruvalcaba y su esposa Tere; y no podían faltar los De la Torre de la Torre: José Guadalupe -sacristán del templo- y su esposa Alejandra, oriundos del mismo rancho, Santa Ana de Guadalupe, del cual procedía el señor cura Romo; las maestras de la escuela parroquial donde destacaba la directora a quien llamaban la señorita Carlota; los encargados del movimiento de  la ACCIÓN CATÓLICA, así como Mariquita Romo, a quien le decían Quica, hermana del señor cura. Muchos de ellos, con el transcurso de los años, se hicieron compadres de mis papás y su amistad perduró hasta el final de sus vidas.

Era todo un conglomerado de diferentes gentes con quienes coincidieron en muchas cosas, principalmente en las tradiciones familiares que en esa época eran ser respetuosas de las normas de urbanidad, sociales y morales, gentes que practicaban algún oficio y montaban algún taller de servicios o alguna tienda de abarrotes o ropa, o farmacia o algo similar como fondas, cenadurías, peleterías, panaderías, etc.  pero no llegaban a ser en modo alguno profesionistas o gente con estudios universitarios. Todos eran gente sencilla, trabajadora, respetuosas y amables de las personas y con un alto grado de la amistad, con una religiosidad profunda, formadores de hijos a los que les daban estudio superando las épocas amargas de las guerras civiles como fueron la Revolución y la Cristiada, anhelantes de forjar un nuevo México, libre de derramamientos de sangre. Todos ellos luchaban por hacerse de un hogar, y no nada más de una casa sino de un sitio en donde sentirse seguros, donde pudieran llevarse bien con los vecinos, donde pudieran sentirse libres, de ejercer sus respectivos oficios o poner sus negocios sin el temor a ser arrasados por las turbas en guerra.

La mayoría de estas familias, traían en sus formas de trabajar los oficios aprendidos de sus padres; todas generaban una gran cantidad de hijos e hijas pues los programas de planificación familiar aun no existían, pero hablar de estos temas eran contrarios a los usos y buenas costumbres y además su uso era mal apreciado por las ideas religiosas.

En ese crisol es donde se fundieron muchas almas, se forjaron muchas solidas amistades y se entretejieron unas familias con otras a través de sus miembros, engendrando nuevos hijos e hijas quienes son actualmente distinguidos personajes de la sociedad tapatía, que hasta la fecha ostentan orgullosamente su amor a sus orígenes en este conocido barrio.

Era común compartir entre amigos y vecinos los festejos familiares como los cumpleaños con fiestas infantiles con piñatas, pastel y gelatina, donde mi padre acostumbraba a tomar la fotografía del festejado ataviado con su mejor atuendo al lado de esos iconos festivos en el estudio de su amigo y compadre, el fotógrafo Liberato. Las fiestas entre adultos se celebraban con alguna comida o cena con un exquisito pozole cuya gran olla apenas era suficiente para todos los invitados, que luego de cenar se dedicaban a practicar sus mejores pasos en los bailes familiares en las que el tocadiscos y los consabidos “negritos” (discos de acetato de 45 rpm) tocaban las canciones de la época. Los licores acostumbrados eran a base de Ron, Aguardiente o Tequila con su respectiva Coca Cola y hielo. Hay quienes preferían las cervezas.

En otro ámbito, la parroquia se encargaba de promocionar en sus espacios los festejos de las fiestas patronales, así como las diferentes etapas del calendario religioso: la cuaresma, la semana santa, la pascua, o en mayo con los rosarios donde los pequeños ofrecían flores a la Virgen María o en diciembre cuando en las navidades iban los niños vestidos de pastorcitos a cantar villancicos, esperando después del rosario romper la piñata o esperar una bolsa de dulces. 

En ocasiones se organizaba el festejo por el cumpleaños del señor cura Romo, o de algún otro sacerdote o seglar que formaban parte de las personas allegadas al curato, entonces surgían las invitaciones a tocarles música en vivo, algo que era poco usual. Es ahí donde la presencia de la música que interpretaban en vivo fue el medio donde mi abuelo, mi padre y sus 2 hermanos se dieron a conocer más profundamente entre las personas prominentes del barrio. Fue en este entorno, y teniendo a la música como principal aliada, que crecieron en lo personal y artísticamente. Pasaron varios años, la familia de Andrés se consolidó como una de las más conocidas en el barrio, los hijos mayores fueron poco a poco encontrando a sus parejas y empezaron a formar sus propias familias. Con el paso del tiempo, ya en el año 1954 y unidos a otros dos músicos amigos, dejaron de participar en otras orquestas, decidieron dejar descansar a mi abuelo y formaron su primer conjunto musical: LOS VIAJEROS… Y con ese nombre que fue profético iniciaron sus primeras salidas a trabajar fuera de Guadalajara, por ejemplo, a la ciudad de México y a Acapulco-la que empezaba a convertirse en un centro turístico de renombre mundial-.
 
Luego se contrataron en una de las tradicionales y legendarias CARAVANAS ARTÍSTICAS, en este caso la que lideraba el conocido ventrílocuo PACO MILLER. Con ellos realizaron sus primeras giras artísticas a otras ciudades al norte del país,   en los estados de Sinaloa, Sonora y Baja California. Duraron varios meses ausentes y regresaron con otro nombre artístico: LOS CABALLEROS DEL RITMO.

Ya para entonces, el tiempo y las tablas adquiridas en tantos y diversos escenarios había logrado que su calidad artística fuera excelente y sus interpretaciones eran todo un suceso. También a su regreso, se sumaron otros dos miembros más de la familia al conjunto artístico: Andrés Jr., con guitarra y José Luis, como violín segundo. Sin embargo, sufrieron el deceso de Leonardo Ortega, uno de los amigos, pero les quedó Salvador Torres, cuyos contactos y amistades lograron que al paso de los años obtuvieran contratos en la ciudad de México, de cine, radio, televisión y en centros nocturnos. A partir del año 1958 inicia una nueva aventura donde el grupo musical con sus nuevos integrantes se vuelve a cambiar de nombre, ya que siendo 5 hermanos y un amigo adoptan el nombre de los HERMANOS MIRANDA, y las buenas expectativas obligan a que la familia emigre a la ciudad de México… pero eso es ya otra historia.