Mi
abuelo Andrés, originario de la Hacienda de San Andrés, municipio de Magdalena -colindante
al de Tequila- en el estado de Jalisco, era un hombre que nació con el siglo,
pero no con tranvía y vino tinto como dice la canción, sino con mulas y tequila
blanco. Corrían los primeros años del 1900. Su extracción campesina contrastaba
con su oficio de filarmónico, que como tradición familiar le fue heredado
de su padre quien le enseño a tocar el violonchelo que era el instrumento con
el cual, junto con algunos primos y hermanos, tocaba interpretando valses,
polkas y otras melodías de aquella época, amenizando tertulias, fiestas y otras
reuniones sociales.
En
esa época en el medio rural, poca oportunidad había de estudiar algún oficio,
mucho menos alguna profesión; no había escuelas a excepción de las que las
iglesias fomentaban, por lo que los padres tenían que convertirse también en
instructores de sus hijos para enseñarles alguna forma de ganarse la vida.
Fue
entonces, al inicio de los años 30, cuando mi padre Manuel, el primogénito de Andrés,
tenía apenas 8 años y -ante la falta de
escuelas que escaseaban debido a la guerra cristera- repitió la tradición
familiar de aprender el oficio de músico y a esa temprana edad empezó a
acompañar a mi abuelo a las “tocadas” que le contrataban. Obviamente por su
corta edad y gran talento, era un curioso atractivo para los que lo veían y
escuchaban tocando el violín, que adoptó como su instrumento. Gracias a esa
atracción se fue desarrollando en mi padre un enorme carisma y un gran gusto
por la música que provocó a que el cura del pueblo de Magdalena -donde ya vivían-
de apellido Cornejo, sugiriera a mi abuelo que emigrara a la ciudad de
Guadalajara, a escasos 80 kilómetros de distancia, para que pusiera a Manuel a
estudiar violín con algún maestro de música, pues ya había asimilado todas las
enseñanzas que mi abuelo y el pueblo podían brindarle. Le hizo ver también ante
la falta de otras oportunidades, trabajar en la música facilitaba a que las
bebidas alcohólicas -tan prolíficas en ese ambiente-, echaban a perder a más de
algún talento musical. Mi padre ya era todo un adolescente que cautivaba con su
música y obviamente su futuro no era muy claro en ese entorno.
Corrían
los años 30’s y la familia de mi padre crecía de conformidad a las costumbres
de antaño pues se iba acrecentando con un hijo más cada 2 años en promedio, por
lo que ya para entonces eran 6 los hijos de Andrés. En esas fechas sucedió que
mi abuelo decidió emigrar con toda su familia obedeciendo al consejo del señor cura
Cornejo y contando además con su apoyo pues mediante su recomendación hacia
otro párroco de nombre Román Romo en el barrio de Santa Teresita en Guadalajara,
fue entonces que cambiaron su pueblo para radicar en la capital del estado.
Iniciaron
rentando una casa en el mero corazón del barrio, a 3 calles de distancia de la
parroquia que aún era un templo pequeño. Sin embargo, el cambio de residencia
les cayó como anillo al dedo. Los otros hijos de Andrés, que seguían a Manuel
en edad, aprendieron -enseñados por mi abuelo- también a tocar otros
instrumentos: Rafael, el contrabajo, Gabriel, el acordeón, y mientras agarraban
las suficientes habilidades musicales, mi padre y mi abuelo empezaron a
trabajar tocando en las orquestas tapatías de aquella época. Mi padre además
inicio sus estudios más profundos de violín con un reconocido maestro llamado
José Trinidad Tovar.
El
ambiente en el barrio y en la familia de mi abuelo se engranaron. La jovialidad
y alegría que caracterizaban a mi padre eran el principal incentivo para que
sus padres y hermanos encontraran acogida entre los vecinos del barrio de Santa
Teresita y demás asiduos asistentes de la parroquia. Hicieron una linda amistad
con el señor cura Romo, así como con las principales familias que ya radicaban
ahí: los Altamirano, dueños de la tienda de abarrotes más grande del
lugar; del fotógrafo Liberato Pérez -y su mujer Carmen- quien tenía
su estudio frente a la parroquia; a un
lado encontrabas a Elías Orozco y su peluquería anexa a su casa donde
vivía con sus hermanas y padres; la familia Cárdenas y su panadería; Tampoco
se eximieron las amistades con los personajes más cercanos al curato: el
organista de la parroquia Lorenzo Ruvalcaba y su esposa Tere; y no
podían faltar los De la Torre de la Torre: José Guadalupe -sacristán del
templo- y su esposa Alejandra, oriundos del mismo rancho, Santa Ana de
Guadalupe, del cual procedía el señor cura Romo; las maestras de la escuela
parroquial donde destacaba la directora a quien llamaban la señorita
Carlota; los encargados del movimiento de
la ACCIÓN CATÓLICA, así como Mariquita Romo, a quien le decían
Quica, hermana del señor cura. Muchos de ellos, con el transcurso de los años,
se hicieron compadres de mis papás y su amistad perduró hasta el final de sus
vidas.
Era
todo un conglomerado de diferentes gentes con quienes coincidieron en muchas
cosas, principalmente en las tradiciones familiares que en esa época
eran ser respetuosas de las normas de urbanidad, sociales y morales, gentes que
practicaban algún oficio y montaban algún taller de servicios o alguna tienda
de abarrotes o ropa, o farmacia o algo similar como fondas, cenadurías,
peleterías, panaderías, etc. pero no
llegaban a ser en modo alguno profesionistas o gente con estudios
universitarios. Todos eran gente sencilla, trabajadora, respetuosas y amables
de las personas y con un alto grado de la amistad, con una religiosidad
profunda, formadores de hijos a los que les daban estudio superando las épocas
amargas de las guerras civiles como fueron la Revolución y la Cristiada,
anhelantes de forjar un nuevo México, libre de derramamientos de sangre. Todos
ellos luchaban por hacerse de un hogar, y no nada más de una casa sino de un
sitio en donde sentirse seguros, donde pudieran llevarse bien con los vecinos,
donde pudieran sentirse libres, de ejercer sus respectivos oficios o poner sus
negocios sin el temor a ser arrasados por las turbas en guerra.
La
mayoría de estas familias, traían en sus formas de trabajar los oficios
aprendidos de sus padres; todas generaban una gran cantidad de hijos e hijas
pues los programas de planificación familiar aun no existían, pero hablar de
estos temas eran contrarios a los usos y buenas costumbres y además su uso era
mal apreciado por las ideas religiosas.
En
ese crisol es donde se fundieron muchas almas, se forjaron muchas solidas
amistades y se entretejieron unas familias con otras a través de sus miembros, engendrando
nuevos hijos e hijas quienes son actualmente distinguidos personajes de la
sociedad tapatía, que hasta la fecha ostentan orgullosamente su amor a sus
orígenes en este conocido barrio.
Era
común compartir entre amigos y vecinos los festejos familiares como los cumpleaños
con fiestas infantiles con piñatas, pastel y gelatina, donde mi padre
acostumbraba a tomar la fotografía del festejado ataviado con su mejor atuendo
al lado de esos iconos festivos en el estudio de su amigo y compadre, el
fotógrafo Liberato. Las fiestas entre adultos se celebraban con alguna comida o
cena con un exquisito pozole cuya gran olla apenas era suficiente para todos
los invitados, que luego de cenar se dedicaban a practicar sus mejores pasos en
los bailes familiares en las que el tocadiscos y los consabidos “negritos”
(discos de acetato de 45 rpm) tocaban las canciones de la época. Los licores
acostumbrados eran a base de Ron, Aguardiente o Tequila con su respectiva Coca
Cola y hielo. Hay quienes preferían las cervezas.
En
otro ámbito, la parroquia se encargaba de promocionar en sus espacios los
festejos de las fiestas patronales, así como las diferentes etapas del
calendario religioso: la cuaresma, la semana santa, la pascua, o en mayo con
los rosarios donde los pequeños ofrecían flores a la Virgen María o en
diciembre cuando en las navidades iban los niños vestidos de pastorcitos a
cantar villancicos, esperando después del rosario romper la piñata o esperar
una bolsa de dulces.
En
ocasiones se organizaba el festejo por el cumpleaños del señor cura Romo, o de
algún otro sacerdote o seglar que formaban parte de las personas allegadas al
curato, entonces surgían las invitaciones a tocarles música en vivo, algo que
era poco usual. Es ahí donde la presencia de la música que interpretaban en
vivo fue el medio donde mi abuelo, mi padre y sus 2 hermanos se dieron a
conocer más profundamente entre las personas prominentes del barrio. Fue en
este entorno, y teniendo a la música como principal aliada, que crecieron en lo
personal y artísticamente. Pasaron varios años, la familia de Andrés se
consolidó como una de las más conocidas en el barrio, los hijos mayores fueron
poco a poco encontrando a sus parejas y empezaron a formar sus propias
familias. Con el paso del tiempo, ya en el año 1954 y unidos a otros dos músicos
amigos, dejaron de participar en otras orquestas, decidieron dejar descansar a
mi abuelo y formaron su primer conjunto musical: LOS VIAJEROS… Y con ese
nombre que fue profético iniciaron sus primeras salidas a trabajar fuera de
Guadalajara, por ejemplo, a la ciudad de México y a Acapulco-la que empezaba a
convertirse en un centro turístico de renombre mundial-.
Luego
se contrataron en una de las tradicionales y legendarias CARAVANAS ARTÍSTICAS,
en este caso la que lideraba el conocido ventrílocuo PACO MILLER. Con
ellos realizaron sus primeras giras artísticas a otras ciudades al norte del
país, en los estados de Sinaloa, Sonora y Baja
California. Duraron varios meses ausentes y regresaron con otro nombre
artístico: LOS CABALLEROS DEL RITMO.

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